Cogí mi toca para el frío, el dinero que quedaba del último jornal,
un cantico de pan y las sobras de la cena.

Cogí la estampa del Sagrado Corazón y las llaves, por si volvía.

Mientras mi marido me gritaba que me fuese, me volví para darle un beso:

“No te entretengas, que ya vienen”.

Empecé a correr con mi niño de la mano, huyendo de mis vecinos:

los que me decían guapa en las fiestas del pueblo,
los que me regalaban un puñaíco de garbanzos tostaos cuando era niña,
los que cogían una silla para sentarse al fresco y hablar con mi madre,
los que trabajaron con mi padre de sol a sol para sacar algo de la tierra,
los que decían lo mucho que me parecía a mi abuela Rafaela,
los que me conocían de toda la vida…

No alcancé a llegar al camino.
Oí un tiro, y después otro, y otro, y más.
Y se paró el mundo.

Y volví la vista atrás y el tiempo se hizo infinito…

Otro tiro acertó el fruto de mis entrañas,
haciendo que el tiempo fuera lento,
tanto como para ver caer su cuerpo,
tanto como para ver cómo sus manitas se arañaban con el suelo,
cómo perdía el aliento…

Mi niño, muerto.

Mi niño muerto.

¿P´a qué quería yo el pan?

¿P´a qué quería la toquilla ni el dinero?

¿P´a qué quería la estampa, ni la llave, ni los besos?

Mi niño muerto.

Y no hay aire, ni sol, ni tierra.
Y no hay nada.

Solo el tiempo.
El tiempo infinito.
El tiempo eterno.
El tiempo parado.
El tiempo lento.

Llegaron los pasos —los de los piropos, los de los garbanzos, los de las tardes al fresco—
y oí sus voces:

“Dejadla, bastante tiene”.

Y otras:

“¿Pero eran estos?”

Y el tiempo siguió parado cuando ellos se fueron.

Parado y parado sigue, y no volverá a pasar,
porque, aunque mi cuerpo viva, mi corazón está muerto.